LA POBRE VIEJA
LA POBRE
VIEJA
Ella ahora ya está enferma. Ella ahora ya está
mal. Sus hijos se han ido a la capital. Y ella, en casa, se ha quedado, en un
ambiente rural.
Sus vacas,
sus carneros, la acompañan. Un que otro perro también. Y ahora apenas
moviéndose con un bastón, avanza hacia el fogón donde le espera un leño verde.
Un leño verde que todavía no está seco ni prenderá. Un leño verde que de ser seco seguro ni podría rajar ya que su vejez le ha ganado. Y sola, y con su perro, se ha quedado.
Ni un nieto, ni un familiar. Todos se han ido.
Y en la capital, donde, al fin, fue su intención mandarles, allí están.
Allí seguro -piensa ella- tendrán vida buena. Y
si algún día vuelven, aunque no lo sabe, ella los recibirá, …si aún le quedan
fuerzas.
Anda por las pampas. Y vé a las vacas. Las
guarda y las planta en los pastizales. Recoge las ovejas, y ordeña la leche. Todo,
todo sola lo hace. Y con la cintura que le duele y el dolor de vientre, llora a
veces más por la soledad, que por el dolor de la enfermedad. Y el cansancio.
Y pensar que hace años, ella también quiso ir
allí, a la capital.
Pero hoy ya vieja y sin fuerzas, mejor espera,
acaso si algún día, a lo lejos, ve, sin querer, la leve figura y silueta, de
algún hijo suyo. De alguna hija suya. Que le diga: “He vuelto, Madre, te he de
llevar”. Pero eso es un sueño más que salvaje, porque la pobre, vé la soledad y
la enfermedad que la consume.
Y los campos y las campiñas son testigos. Y su
chacra también. Y sus animales. Aquí la papa crece y la yuca también. La gente
vive de la siembra por lo común y de la leche que se vende. Ella ya no vende. Y
sembrar no puede más. Prácticamente vive de la caridad. Y espera solo,
ciertamente, que algún día el poderoso le recuerde. Y por fin, entonces, por
gracia, la libere, llevándosela.
Hace años, sus hijos sembraban la tierra. Y la
cosechaban. Hace años, ella sabe, todos estaban unidos, aunque pobres, pero
felices. Hasta que un día, un tío lejano, vino, y se llevó a la pobre María. Y
de ella, al Renzo. Y de él, al Arturo. Así, por fin, quedó ella aquí sola. Y en
su soledad se ha quedado como una flor marchita, vieja y con arrugas.
Y un día, entonces, que rezaba al gran Dios
Altísimo, apareció, es verdad, por lo lejano, no una, sino varias sombras de
gentes que bajan. De gente que habla. De gente que gritaba. Y entonces, ella va
anhelosa. Y he aquí que ve que no son sus hijos, sino que son otros. Que son, más
bien, gente de terno y no conocida. Y dicen: “Mujer, estás sola”, “estas
tierras han pasado a formar parte del municipio”. Y la vieja señora que no sabe
cómo reclamar, empieza a balbucear. Pero ya el tramite estaba hecho. Sus propiedades,
de pronto, pasaron a manos del municipio que es también parte de la campiña
donde ella vive. Y pues, siendo solo ya dueña de su casita apenas, recibió un
día, de suerte, la breve opulencia de una carta, enviada por una de sus hijas, quien
le escribe:
-
“Madre, acá nos ha ido mal, el
empleo no dura. Es pasajero. Y hay que vivir siempre en constante apuro.
Quizás, todos, no, Mamá, pero yo sí, y el Arturo, nos volvemos. No nos fue
bien. Compréndenos por favor”.
Llora, llora la pobre vieja.
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