LA POBRE VIEJA

 

LA      POBRE     VIEJA

 

Ella ahora ya está enferma. Ella ahora ya está mal. Sus hijos se han ido a la capital. Y ella, en casa, se ha quedado, en un ambiente rural.

 Ella vive en Cajamarca, profundidades de Perú, y sus hijos oyendo que la capital, Lima, progresa, han ido allí. Y prácticamente la han olvidado.

 Sus vacas, sus carneros, la acompañan. Un que otro perro también. Y ahora apenas moviéndose con un bastón, avanza hacia el fogón donde le espera un leño verde.

Un leño verde que todavía no está seco ni prenderá. Un leño verde que de ser seco seguro ni podría rajar ya que su vejez le ha ganado. Y sola, y con su perro, se ha quedado.

Ni un nieto, ni un familiar. Todos se han ido. Y en la capital, donde, al fin, fue su intención mandarles, allí están.

Allí seguro -piensa ella- tendrán vida buena. Y si algún día vuelven, aunque no lo sabe, ella los recibirá, …si aún le quedan fuerzas.

Anda por las pampas. Y vé a las vacas. Las guarda y las planta en los pastizales. Recoge las ovejas, y ordeña la leche. Todo, todo sola lo hace. Y con la cintura que le duele y el dolor de vientre, llora a veces más por la soledad, que por el dolor de la enfermedad. Y el cansancio.

Y pensar que hace años, ella también quiso ir allí, a la capital.

Pero hoy ya vieja y sin fuerzas, mejor espera, acaso si algún día, a lo lejos, ve, sin querer, la leve figura y silueta, de algún hijo suyo. De alguna hija suya. Que le diga: “He vuelto, Madre, te he de llevar”. Pero eso es un sueño más que salvaje, porque la pobre, vé la soledad y la enfermedad que la consume.

Y los campos y las campiñas son testigos. Y su chacra también. Y sus animales. Aquí la papa crece y la yuca también. La gente vive de la siembra por lo común y de la leche que se vende. Ella ya no vende. Y sembrar no puede más. Prácticamente vive de la caridad. Y espera solo, ciertamente, que algún día el poderoso le recuerde. Y por fin, entonces, por gracia, la libere, llevándosela.

Hace años, sus hijos sembraban la tierra. Y la cosechaban. Hace años, ella sabe, todos estaban unidos, aunque pobres, pero felices. Hasta que un día, un tío lejano, vino, y se llevó a la pobre María. Y de ella, al Renzo. Y de él, al Arturo. Así, por fin, quedó ella aquí sola. Y en su soledad se ha quedado como una flor marchita, vieja y con arrugas.

Y un día, entonces, que rezaba al gran Dios Altísimo, apareció, es verdad, por lo lejano, no una, sino varias sombras de gentes que bajan. De gente que habla. De gente que gritaba. Y entonces, ella va anhelosa. Y he aquí que ve que no son sus hijos, sino que son otros. Que son, más bien, gente de terno y no conocida. Y dicen: “Mujer, estás sola”, “estas tierras han pasado a formar parte del municipio”. Y la vieja señora que no sabe cómo reclamar, empieza a balbucear. Pero ya el tramite estaba hecho. Sus propiedades, de pronto, pasaron a manos del municipio que es también parte de la campiña donde ella vive. Y pues, siendo solo ya dueña de su casita apenas, recibió un día, de suerte, la breve opulencia de una carta, enviada por una de sus hijas, quien le escribe:

-          “Madre, acá nos ha ido mal, el empleo no dura. Es pasajero. Y hay que vivir siempre en constante apuro. Quizás, todos, no, Mamá, pero yo sí, y el Arturo, nos volvemos. No nos fue bien. Compréndenos por favor”.

 Y la vieja señora ahora llora, pero llora más porque tienes problemas con lo de su tierra. Y ve las estrellas y a los montes que la vieron crecer. Y ve a las gentes de los municipios y sus leyes. Y llora, porque puede empeorar de salud y a lo mejor, para sus hijos, que tanto luchó, de pronto, no deja nada. Y muera incluso antes que vuelvan a su natal tierra.

 

Llora, llora la pobre vieja.

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